domingo, 6 de agosto de 2017

Reto 23: Condescendencia


          Nada, no le queda nada. La ropa tirada en el suelo, hecha un ovillo arrugado. Era un montón pequeño, cosa que la sorprendió; cómo su vida se resumía en tan poco. Se arrodilló para recogerla, luego se detuvo. Quedó de cuclillas mirando la ropa, mientras se preguntaba cómo narices había llegado a aquella tesitura. Estuvo así hasta que se le engarrotaron las piernas y se tuvo que levantar con las prendas entre sus brazos. Caminó a paso lento hasta llegar al marco de la puerta, después se giró para dar un último vistazo.

          Pensó en que debería de haberse convertido en sal. Su nombre era Edith, como la mujer desgraciada que quiso saber lo que ocurría en Sodoma y Gomorra; como la mujer que se giró en el último momento y fue castigada. Porque la ignorancia era algo valioso para permitir la hegemonía de los de siempre. En el caso de Edith era la hegemonía del hombre blanco, que buscaba devorarla hasta dejarla en los huesos.

          Había perdido su hogar y trabajo; tenía más deudas que pelos en la cabeza. En medio de su impotencia, quiso gritar. Expresar en voz alta todo lo que sentía, porque la habían engañado. «Quien la sigue, la consigue», «Si quieres algo con todas tus fuerzas, el universo te lo da». Mentira. Aquella era la mentira más grande que había escuchando jamás.

          Ella era Edith: la muchacha negra sin reputación ni estudios a la que no le quedaba nada. La muchacha negra que había vivido en una lucha por alcanzar el día de mañana. La que miraban en la calle y en el metro con pena. La que odiaba la pena porque estaba disfrazada de condescendencia y paternalismo. La que nunca tuvo voz. La que, desde luego, no fue responsable de sus circunstancias. Aunque señores como Paulo Cohelo o Rhonda Byrne se molestaran en hacerle luz de gas, tanto a ella como al resto de ciudadanos del mundo.
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