Con los ojos
fijos en las finas líneas blancas, acaricia la mesa de cristal. Coloca un dedo
sobre ella que la mancha de grasa. La huella dactilar estropeando la superficie
pulida. Sus pupilas fijas en el polvo que también estropea la superficie
pulida. El vidrio, que nació para que lo malograran y Annelysse, que
directamente nació rota. Toma un pedazo de cartón para alinear las rayas. Las
quería perfectas: finas, de un blanco nuclear. Tan delicadas como ella misma;
si las inhalaba desaparecían. Entonces solo quedaría la mesa como prueba de su
delito. Annelysse, que contemplaba la mesa con las pupilas dilatadas, sonreía
despacio; divertida por su travesura.
Ella, que
tenía un nombre elegante, no lo era en absoluto. Su rostro cetrino, con la
mandíbula prominente y las mejillas hendidas. Arrugas en el arco de las cejas y
la frente como un acordeón. Annelysse, que llevaba un vestido usado de color
añil. Las clavículas sobresaliendo por su delgadez; su cabello castaño oscuro
recogido en una pobre coleta. Qué más daba... Annelysse, que se sentía bella.
Con sus ojos de búho, era bella. Con sus labios de lagartija, era hermosa.
Tomó el
canuto sobre sus orificios e inhaló. El fuego, llegó el fuego: su fuego.
Ardiente fuego. Desde la punta de la nariz, hasta su cabeza. Golpeaba duro en
la cabeza; en el centro de la frente. La explosión de pólvora, que la prendía a
ella junto a sus ilusiones. Entonces olvidaba la casa abandonada, donde estaba
de okupa. Poco le importaba el dinero que debía por la mercancía.
Temblando por
el colocón observó a un tipo que caminaba hacia ella: llevaba unos pantalones
vaqueros gastados que acompañaba con una camiseta de lana roja de mangas usadas
y con un agujero en el pecho. «Tía, he venido a recoger la pasta. ¿La tienes?».
Annelysse le sonrió temblando todavía. Luego tosió: le costaba respirar. Era
ella, que se había convertido en una cerilla. Su cabeza explotaba, mientras que
tomar aire se convertía en trabajo complicado.
Abrió la boca
y escupió saliva. El tipo la miró, después dijo: «Tía, la pasta». Annelysse,
con su vestido añil, tenía convulsiones en el suelo. El tipo sacó una navaja, después
se arrodilló a su lado. Annelysse, la que se marchitaba. Annelysse, la que se
sentía hermosa pero no era hermosa. Annelysse, la que buscaba consuelo en
estropear el cristal con el que estaba hecha su mesa de café. El cristal, que
no era hermoso con sus esquinas quebradas. Temblaba más, la pobre Annelysse. Y
el tipo mirándola sin entenderlo: «¡La pasta, joder!».
De la boca
carcomida de la no tan bella Annelysse salió más saliva. Perdida ya en su
inconsciencia, quiso reír. Porque con las rayas era una princesa en un palacio
de oro y rubíes; una dama digna de admirar. No la yonqui de Annelysse. No un
cadáver en el suelo. Una princesa; ella era una princesa.
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