Aquel día era el primero de universidad. Shane había
insistido en llevar a Álex en coche, a pesar de decirle que no hacía falta que
lo hiciera. Cuando Álex entró no le pasó desapercibida la forma en la que el
pecho de su amigo se dilataba y contraía, marcando sus prominentes músculos,
que se notaban a través de aquella camiseta de manga corta que llevaba.
—¿Cuántas horas de gimnasio inviertes a la semana para
conseguir eso? —le preguntó mientras encaraba una ceja, como si tratara de
burlarse de su trabajo. Shane se giró hacia ella y, entonces, sus ojos azules
le lanzaron un fogonazo risueño. Dolía demasiado mirarle directamente a la
cara; sus rasgos eran tan agraciados que cuando se fijaba en ellos tenía un
cortocircuito. Demasiada luz.
—Las justas y necesarias —repuso, antes de reírse con
candidez. Álex trató de ocultar su estremecimiento y el vello de punta de su
nuca. Esperaba que algún día aquel efecto que le producía se terminara; que
dejara de tener tanto control sobre ella.
—Debiste de haberte puesto el vestido blanco que te
trajo tu madre. No sé qué tienes en contra de las faldas.
—Solo creo que no es mi estilo —. Esperaba que con
aquello se diera por concluido el tema de conversación. No le gustaba hablar
sobre esas cosas. Se sentía torpe y un poco estúpida. ¿Ella llevando falda?
Absurdo, aquello era absurdo. No era como si tuviera unas piernas quilométricas
que lucir, una cintura de avispa o un escote digno de envidia. No, no tenía
nada de aquello. Era una niña metida en el cuerpo de una chica de veinte años.
Patético, desde luego que era patético, y no estaba dispuesta a caer más bajo y
ponerse una prenda que no estaba hecha para alguien como ella.
—A mí me gustó mucho cómo te quedaba puesto —musitó
Shane y, acto seguido, apartó sus ojos de la carretera para regalarle una
mirada de arriba abajo. Cuando hacía aquello Álex se sentía avergonzada y no
sabía cómo encararlo. Aquella mirada, aquel deje que adquirían sus ojos azules
durante un breve instante, la hacía sentir como alguien deseada. Pero sabía que
aquello era mentira: su cabeza le recordaba que un chico como Shane nunca
podría encontrar a alguien como ella atractiva.
Se produjo un silencio incómodo. Shane había vuelto la
vista adelante. Su rostro se había recompuesto en una mueca inexpresiva con sus
labios carnosos apretados en una fina línea. La luz rojiza de la mañana
proyectó la sombra de sus pestañas sobre sus prominentes pómulos. Álex pensó
que en su vida había visto algo tan hermoso y aquello le produjo una punzada
amarga en el pecho.
De repente, el coche se bamboleó. Sonó el chirrido de
las ruedas arañando el asfalto y un grito murió en su boca. Álex sintió que su
alrededor daba vueltas, mientras Shane meneaba el volante tratando de recobrar
el control del vehículo. El sonido de una explosión fue acompañado junto al
olor de gasolina y humo. No hubo dolor.
En el primer día de escuela de Shane nadie quería
hablar con él o hacerle caso. Aquello no lo sorprendió en absoluto; en su otro
colegio tampoco había tenido demasiados amigos. Por alguna extraña razón a las
personas no les gustaba estar a su lado. Raro, lo llamaban raro, y muchas veces
se reían de él. No entendía muy bien las razones por las que era raro. Su
anterior maestra le dijo que era porque hablaba demasiado y por su obsesión por
los dinosaurios. Sí, le gustaban los dinosaurios y estaba seguro de que en un
futuro volverían a la tierra y tendría a uno de ellos de mascota. La gente le
daría la razón y dejarían de tratarlo como el niño loco que nunca fue.
Intentó hablar con algunos chicos, pero todos se
alejaron de su lado. Le dijeron que su camisa de Mickey Mouse era tonta; que Mickey
Mouse era de niños. Y no entendió bien aquello. Eran niños, ¿no? Los niños
iban al colegio y ellos estaban en el colegio. Entonces Mickey Mouse estaba bien y lo que le dijeron era tonto. Sí, los
niños eran tontos y Shane no sabía explicarles por qué. Por eso les sacó la
lengua y se fue a comer solo al patio. No le gustaban los tontos y no iba a
juntarse con personas así.
Entonces fue cuando, a su lado, se sentó una chica
delgada y bastante desgarbada. Parecía que estaba sola, como él, y eso le hizo
sentir mejor. Los dos estaban solos y por eso habían acudido ahí. Aquella zona
del patio estaba bastante alejada, de modo que nadie podía verles y meterse con
que no estuvieran acompañados por otros niños. Por eso los dos escogieron ese
sitio; no les gustaba llamar la atención.
Shane se fijó en la chica y pensó que quizá estaría
bien que hablaran. Podría explicarle su problema con Mickey Mouse y tal vez ella lo entendería. Abrió la boca, y se
quedó sin palabras. La chica tenía el cabello más corto que el resto de chicas
de normal; le llegaba casi rozando los hombros y era de un marrón oscuro
especial. Brillaba en tonos rojos a veces y a veces rubios; era como si tuviera
muchos colores escondidos, tímidos, y solo la luz los animara a sacar el morro.
Sus ojos eran marrón oscuro y Shane supo que escondían cosas, también. Eran muy
grandes y contrastaban mucho con su diminuta nariz y sus labios rosa claro.
Sus mejillas estaban machadas de barro y sus manos
también. Tenía los dedos sucios y finos. Muy bonitos. A Shane le gustaron sus
manos y la forma en la que se sonrojaron sus mejillas por la vergüenza. La
chica tenía algo único, algo distinto. Shane lo supo por sus ojos y por su
pelo. Nadie con el pelo así podría ser mediocre, y por eso se quedó sin
palabras. Durante unos instantes pensó que era tonto hablar con alguien tan
genial como ella.
—¿Qué haces aquí? —inquirió la chica, removiendo la
tierra de sus manos.
—Me llamo Shane y he venido aquí por Mickey Mouse —musitó en tono bajo y
suave.
—Yo me llamo Álex y he venido aquí porque no les gusta
el barro. Dicen que el barro no es de niñas, que soy un niño. Y que Álex es
nombre de niño. Pero yo soy niña y me gusta el barro. También me gusta Mickey Mouse, tu camiseta es bonita—.
Shane le sonrió.
—Yo creo que eres una niña, llevas puesto un vestido y
pendientes. Además, tienes cara de niña —observó Shane, tratando de ser
amable—. A ellos no les gusta Mickey
Mouse y me gusta que a ti te guste. ¿Te gustan los dinosaurios? Yo creo que
los dinosaurios volverán y los podremos tener de mascota.
Recuperaron el sentido en una habitación blanca, sin
puertas ni ventanas. El único mobiliario que tenía era una cama de sábanas
blancas y una mesita de noche blanca, también. No había ninguna decoración en
las paredes y los azulejos del suelo relucían por el brillo del foco del techo.
Podían verse reflejados en ellos.
—¿Dónde estamos? —quiso saber Álex, más asustada que
otra cosa.
Shane no respondió. Se acercó hacia ella y le tocó los
hombros; luego bajó hacia sus brazos y, poco después, hacia sus manos. Álex lo
miró extrañada, sin entender muy bien la razón de aquello. Era como si tratara
de comprobar que seguía viva; que nada de lo que había ocurrido era real.
—El coche se descontroló y luego todo fue confuso
—musitó Shane en tono bajo—. No sé dónde estamos y no entiendo todo esto. Pero
con lo que ha pasado deberíamos de estar muertos—. Álex hizo una mueca en la
que exteriorizó todo su pánico.
—¿Y si lo estamos?, ¿y si estamos muertos y
simplemente no cruzamos al otro lado? —El terror empañaba el tono de voz de
Álex. —No quiero morir, yo… Shane, no quiero morir.
Miles de suposiciones surgieron en su cabeza. Quizá
estaban soñando y nada de lo ocurrido era real; quizá aquello era una broma
estúpida que les habían gastado. Dolía tanto. La idea de pensar que el
accidente había ocurrido, que habían perdido la vida, dolía tanto que era
imposible considerarla real. No, aquello no podía haber pasado; su vida no se
iba a desvanecer de una forma tan estúpida.
—De lo que estoy segura es que esto no es el cielo. No
hay ángeles ni nada así. Esta habitación me recuerda más a una sala de espera
que otra cosa —dictaminó Álex, tratando de buscarle la coherencia a algo que en
realidad no la tenía.
—¿Una sala de espera de qué? —inquirió Shane con
escepticismo. Se acercó a las paredes y empezó a palparlas, como si estuviera
buscando una puerta o una salida secreta. Cielo santo; aquella locura era
demasiado para su propio sentido común.
Le encantaba que Shane fuera su amigo. Desde que se
conocieron en el recreo se habían vuelto inseparables. De alguna forma existía
aquella reconfortante sensación de entenderse. Tras sentirse solos e
incomprendidos, habían sido capaces de compartir esa soledad y redescubrirla en
algo nuevo que les hiciera sentir mejor. Se volvieron cercanos, mejores amigos,
y actuaron de apoyo el uno del otro.
A Shane le sorprendió que Álex estuviera tanto tiempo
sin nadie, que tan pocas personas le dirigieran la palabra. Cuando hablaban con
ella lo hacían con la intención de reírse u obtener algo a cambio. Álex parecía
saber llevar aquella situación con diplomacia, como si de alguna forma aquellos
años la hubieran enseñado a resignarse y asumir que no podía conseguir algo
mejor. Y aquello, la certeza de pensar en aquello, hacía que Shane se sintiera
mal; que tratara de buscar alguna solución al conformismo de su amiga.
Era por ello que Álex nunca se arreglaba; que nunca se
molestaba en ponerse ropa que la ayudara a sentirse mejor consigo misma. Creía
que no merecía la pena modificar su aspecto para sentirse a gusto con su
estética. Cuando el resto de la clase empezó a generar un estilo, a volverse
coquetos, Álex continuó llevando la misma ropa y el mismo pelo: como si le
diera miedo cambiar las cosas.
Fue entonces cuando, tras el paso de los años, las
cosas con Shane empezaron a cambiar. La primera que se dio cuenta fue Álex.
Empezó a hacer deporte, a ir al gimnasio, y a ponerse prendas de vestir que
estuvieran a la moda. También cambió su corte de pelo, que pasó de ser el
típico rapado de peluquería a un gracioso escalonado de su hebras, donde detrás
las llevaba más cortas y delante más largas. El marrón claro se había vuelto
algo divertido, estético, y eso de alguna forma hizo sentir a Álex peor.
Si antes despuntaban el uno al lado del otro, en
aquellos instantes no podía quitarse la sensación de estar haciendo el
ridículo. ¿En qué momento habían cambiado tanto las cosas?, ¿no podía
simplemente actuar como cuando eran pequeños y llevar puesta una camiseta de Mickey Mouse mientras se comían un
helado de vainilla en el cajón de arena? No, por supuesto que no, tenían
diecisiete años y había llegado el momento de hacer cosas de adolescentes.
Cosas a las que Álex le daba miedo pensar.
—¿Vendrás hoy a mi casa a jugar a la play? —inquirió Shane a su espalda.
—Supongo, no tengo nada mejor que hacer —sonrió Álex,
tratando de borrar una punzante sensación en su pecho. Cada vez que hablaba con
él surgía y la hacía sentir estúpida. Una parte de sí misma le gritaba que
llegaría el momento en el que él se cansaría de ser el amigo de la chica tonta.
Cuando encendieron la consola Álex tomó uno de los
mandos y sin pensar demasiado inició partida. Como costumbre lo ganó; era
pésimo en los videojuegos, sobre todo en los de peleas. Le faltaban reflejos y
se ponía nervioso cuando le quedaba poca vida. Solía mover los brazos hacia los
lados y hacia delante y atrás; como si de aquella forma los combos fueran más
efectivos. Su pelo castaño se bamboleaba al ritmo de las sacudidas y la forma
en la que apretaba el mando con el grosor de sus brazos se le hizo un tanto
divertida. Le gustaba aquella escena y supo que sería algo que atesoraría con
el paso de los años.
—Gané —proclamó Álex—, ¿cuál es mi recompensa?
Shane le regaló una sonrisa divertida, antes de
acercarse hacia ella y apartar suavemente un mechón de pelo que cubría su
frente. Álex se sonrojó y se puso nerviosa; se sentía extraña cada vez que la
tocaba. Su pecho latía muy fuerte y un calor se formaba en la parte baja de su
estómago. Mariposas, también tenía mariposas.
—Traje helado para los dos, ¿te parece una recompensa
lo bastante buena? —Álex hizo como que se lo pensaba, antes de asentir con
efusividad.
—Lo bastante, siempre y cuando no tengas que romper tu
gloriosa dieta de deportista —le increpó, sin entender bien por qué le
molestaba tanto que cuidara su cuerpo. Quizá porque a su lado se sentía más
fea, más pequeña.
Shane arrugó la nariz y se cuestionó por qué siempre
le decía aquellas cosas. Una de las razones principales por las que había
decidido hacer aquello, obviando a su autoestima, fue Álex. A las chicas les
gustaban los chicos así y ella era una chica, por mucho que se molestaran en
negarlo sus compañeros de clase. Él sabía que era una chica porque aunque no
llevara vestidos, tuviera el pelo corto o no le gustara el maquillaje seguía
sintiéndola como una mujer. Tenía la piel suave y cuando la tocaba le daban
ganas de mover las manos hacia más sitios; hacia sitios que no se atrevería a
decir en voz alta. Luego estaban su cintura y sus caderas, que se acentuaban
cada vez que llevaba vaqueros ajustados, y le hacían querer saber cómo se vería
sin ellos. Y volvía a su cabeza la idea de que su piel era demasiado suave. También
estaban sus pechos, que se escondían entre sus camisetas sueltas como si tuvieran
miedo de decirle que estaban ahí.
¿Qué estaba mal en todo aquello? Él solo quería
gustarle a ella. Además de arreglarse para sentirse cómodo consigo mismo quería
verse bien para ella. Y Álex no lo notaba, o si lo hacía era muy buena actriz.
El resto del mundo sí se dio cuenta; hubo chicas que le hablaron en el
instituto e, incluso, llegó a sentirse verdaderamente integrado en el grupo de
chicos, también. Había conseguido verse normal, agradar a sus compañeros, pero
para él aquello no merecía la pena. Quería gustar a Álex, solo a Álex.
—De todas formas al menos no estamos solos —trató de
consolarla Shane—. Piensa que nos tenemos el uno al otro para hacernos sentir
mejor.
Álex asintió y se acurrucó en el pecho del chico.
Estaban reclinados en la cama desde hacía mucho rato. Hacía bastante tiempo que
no compartían aquel tipo de intimidad pero, aun así, se sintió bien; como si
aquello fuera correcto.
—He estado pensando que, quizá, estamos en un
purgatorio o algo así. Cada vez estoy más segura de que esto es una sala de
espera —dijo Álex en voz baja.
Shane no contestó. Movió su mano hacia el cabello
corto de la chica y se dedicó a acariciarlo con lentitud. Suave, Álex siempre
fue muy suave, y se sentía como seda entre sus manos. En aquella situación solo
estaban los dos. Alejados de cualquier cosa que hubieran conocido antes, fueron
más ellos mismos que nunca. No estaban en un mundo real; en un planeta tierra
en el que tuvieran que llevar una máscara, que interpretar un papel. No.
Estaban en un sitio que no sabían si era real o no; lejos de los ojos de los
demás, de los prejuicios del resto. Alejados de la realidad, actuaron como
siempre quisieron hacerlo.
—Álex, quiero que sepas que siempre has sido alguien
muy importante para mí y que, bueno, quiero que lo tengas en cuenta. No sé lo
que nos va a pasar en este sitio y si las cosas terminan mal, pues… Bueno, te
quiero mucho.
Álex se aferró con fuerza al pecho de Shane y sintió
que su corazón latía muy rápido, a juego con el de ella misma. Inhaló
profundamente su olor y esperó guardarlo siempre en su memoria, junto con la
sensación que estaba experimentando ahora mismo de sentirse completa.
—Yo también te quiero mucho, Shane. No quiero que nos
pase nada malo; me da miedo. Eres alguien muy importante para mí.
Álex supo que cuando llegaran a la universidad las
cosas cambiarían entre ellos; Shane se iría por ahí con sus nuevos amigos, los
deportistas perfectos y las chicas modelos, y entonces se olvidaría de ella, de
sus partidas a la play y las tardes
de películas malas de acción acompañadas con nachos y salsa de queso picante.
A Shane le gustaban las mismas cosas que a ella;
también quería dedicarse a las ciencias. Quizá eso fue por su afición a los
dinosaurios o por su obsesión por conocer el porqué de cada cosa. Cuando ella
se inscribió a la carrera de biología, Shane también lo hizo sin vacilar. Iban
a ir juntos; estarían toda la vida juntos, desde su infancia hasta su juventud.
Y eso en parte le gustaba.
Pero seguía el miedo. Se iría por ahí con sus nuevos
amigos de fiesta, conocería a chicas maravillosas y la olvidaría. No sabía si
sería capaz de superar aquello; él era tan importante para ella…, pero le daba
miedo decirlo en voz alta y que cambiaran las cosas y decidiera dejar de ser su
amigo.
Había escuchado que muchas chicas se le habían
confesado y sabía que parte del resentimiento de la mayoría de la clase hacia
ella era porque por su culpa Shane no era tan cercano a ellos. De alguna forma
la veían como un estorbo, como alguien que lo manipulaba para mantenerlo en su
burbuja. Pero aquello no era cierto; Álex no lo manipulaba en absoluto. Era
más, fue Shane quien le dijo que no estaba del todo cómodo con aquellas personas.
No, no podía estar a gusto con personas que le habían juzgado en un inicio por
sus gustos y tras su nueva estética, más socialmente aceptada, habían pensado
que estaría bien que fuera su amigo.
Actuar de aquella forma era ser alguien hipócrita. Aunque
claro, si la cosa se analizaba con objetividad la mayoría de personas eran
hipócritas. El mundo se regía por eso y, conforme fue creciendo Álex, más
consciente se hizo de aquello. La gente parecía solo centrarse en las
apariencias, en el qué dirán, y olvidarse del resto de cosas. Contra más se
acercaba al mundo adulto, más terminaba herida por la idea de que tenía que
terminar la universidad, buscar un trabajo y ser un borrego productivo para el
resto.
¿Shane se sentiría como ella?, ¿habría pensado algo
parecido? Sí, le gustaría creer que sí. Porque de ser así demostraría que es un
chico inteligente y que, de algún modo, no se iba a alejar de ella solo para
ser aceptado. No, Shane era listo, ¿cierto? Y ser listo implicaba no ser como
los demás, ser alguien diferente. Y la gente diferente podía ser crítica y
darse cuenta lo negativo del mundo adulto.
Conforme más tiempo pasaba más cuenta se daba Álex de
que no quería crecer. Crecer acarreaba que las cosas cambiaran; llevar un
estilo de vida diferente. Ojalá pudiera echarle los frenos a la vida, que las
cosas se quedaran en el momento en el que de pequeña se cruzó con un Shane
amante de los dinosaurios y con una camiseta de Mickey Mouse. Si el tiempo parara ella sería tan feliz. Pero no. El
mundo la odiaba y, por ello, los
engranajes del reloj siguieron girando y la llevaron al punto de tener que
acudir a la universidad y asumir que se había convertido en alguien
responsable.
Su madre le compró un bonito vestido blanco para el
primer día en el campus. A Álex siempre le gustaron los vestidos pero le daba
miedo llevarlos puestos porque todo el mundo le recordaba continuamente que era
un chico y los chicos no llevaban vestidos. Aunque, de todas formas, Álex sabía
que aquello no era cierto. Cualquier persona podía llevar la ropa que quisiera
y nadie debía de ser juzgado por ello. Sin embargo era cobarde e incapaz de ser
firme a esa filosofía que siempre tuvo. Y siguió sin ponerse el vestido.
Quizá lo que más miedo le dio fue la forma en la que
Shane la miro; como si fuera alguien precioso que nunca creyó ser. Shane muchas
veces la miraba así y eso removía algo en su pecho. En el fondo quería que la
viera guapa, que se fijara solo en ella, pero sabía que era imposible. Y aun
así, en su cabeza resonó las palabras que le dijo Shane cuando la vio con su
vestido «Eres preciosa».
—Si vamos a morir aquí, me gustaría hacer algo —musitó
Shane.
Sus rostros estaban a penas a unos centímetros de
distancia y se sintieron tan libres, tan completos, que les dio miedo. Estaban
compartiendo el aliento, las ansias de más cosas. Shane se inclinó y esperó
unos segundos a que Álex correspondiera. El labio inferior de la chica tembló
levemente, antes de que se inclinara hacia delante y terminara rozándose con el
suyo.
Aquel fue un beso lento que, en el fondo, entrañaba
muchas promesas. Promesas de amaneceres juntos, de sonrisas cómplices y
caricias pasadas las doce. Las bocas se reconocieron y las manos corrieron al
cuerpo ajeno como si se propusieran conquistarlo. Shane trató de ir despacio;
con miedo a asustarla, a que se arrepintiera. Pero luego las cosas avanzaron y sus
promesas terminaron afianzándose.
Fue Álex quien enterró sus manos entre las hebras
castañas del chico y le regaló un suspiro lento, ahogado, que supo dulce y caliente.
Aquella fue, quizá, la resolución para que llegaran más lejos. Shane movió sus
manos hacia el vientre de la chica y se atrevió a tocarlo sin las barreras de
la ropa. Acarició su piel como si no hubiera nada mejor en el mundo. Se propuso
adorar cada parte de ella para hacerla sentir la chica más guapa del mundo, de
su mundo.
Llegados al siguiente punto las prendas de ropa
desaparecieron y solo quedaron los rostros sonrojados, la vergüenza de ambos. Álex
se atrevió a jugar con la piel del chico, a pasar sus dedos sobre ella, y se
sintió increíble al ver cómo se le erizaba el vello solo por ella. Por nadie
más.
Shane besó cada parte de Álex de una forma que no
hacía más que darle vergüenza. La besó por el cuello, por el escote y por otros
sitios que no se atrevería a decir en voz alta, con un descaro que la hizo
darse cuenta que era algo que había pensado o anhelado muchas veces.
Aquel fue el momento más prometedor, más feliz, de la
existencia de ambos. En él se dieron cuenta de que en realidad lo que siempre
quisieron fue aquello; reconocerse como las dos mitades de lo mismo. Por ello,
cuando culminaron, ambos descansaron en aquella cama blanca de aquella
habitación blanca con aquellos azulejos blancos con una sonrisa que hizo que
todo fuera más colorido, menos triste.
El amanecer llegó en una habitación de hospital. Los
cuerpos de Álex y Shane descansaron en el mismo cuarto con un gotero
resguardando sus heridas. Estaban maltrechos, pero vivos. Y dentro de la
gravedad del accidente en una semana tendrían el alta.
—Morimos —musitó Shane en voz baja, sin estar seguro
de querer que Álex lo escuchara.
—¿Lo viste?, ¿aquella habitación no fue un sueño?
—inquirió Álex, que también estaba despierta. La mirada de ambos se entrelazó y
sintieron un poco de vergüenza.
—Sí, recuerdo muy bien todo lo que pasó en aquella
habitación tan rara —musitó Shane en tono lento. Álex sintió vergüenza y en
parte algo de miedo por las consecuencias de aquello. La principal razón por la
que se había dejado llevar fue el hecho de creer que todo había terminado —. Te
quiero y no me arrepiento de nada de lo que pasó allí.
Álex rompió a llorar y se sacudió movida por un
sentimiento que no supo identificar. Se hizo daño con el gotero y se sintió un
poco tonta.
—Yo también te quiero, Shane —susurró muy despacio—.
Me alegro de que todo haya salido bien.
—Me parece alucinante que hayamos terminado juntos de
esa forma. Ha sido como…, como si el hecho de saber que íbamos a morir nos
hubiera convertido en alguien más valiente. Quizá por eso seguimos viviendo,
porque fuimos valientes de actuar según lo que estábamos sintiendo.
—¿Por eso nos dieron otra oportunidad? —inquirió Álex,
perdida en sus pensamientos.
—No lo sé, es lo único que se me ocurre.
—Yo tengo otra teoría, pero me vas a llamar loca
—musitó Álex, un tanto insegura.
—¿Cuál?
—¿Y si simplemente la muerte es el cielo y el infierno
la tierra? Cuando estábamos ahí, que ha sido lo más cercano que hemos estado
del cielo nunca, las cosas se sintieron mejor. En esa habitación tan rara fui más
yo misma que nunca; estaba tan lejos de los prejuicios, de las cosas malas del
mundo real, que podía actuar como siempre quise sin miedo a ser juzgada. ¿Qué
tal está pensar que la tierra sea el infierno, el lugar donde somos juzgados y
sufrimos dolor y pérdida?
—Como en la tierra sufrimos y tenemos que luchar
contra el dolor, el miedo y las inseguridades dices que… ¿Es el infierno?
—espetó Shane, incrédulo.
—Sí, míralo con lógica. Yo me sentí mejor en aquella
habitación blanca y aburrida que aquí. Todo era más seguro contigo, no sé.
Quizá también por eso me dejé llevar —. Shane le dedicó una sonrisa de gato.
—Yo solo espero que aunque estemos en la tierra te
dejes llevar más veces.
—¡Tonto! —gritó un tanto avergonzada, antes de volver
al tema importante—. Estaban decidiendo si llevarnos al cielo o no, y al final
nos dejaron en la tierra.
—Para sufrir por ser unos pecadores en aquella
habitación, ¿cierto? —se mofó Shane.
—No. Creo que más bien pensaron que vivir un amor tan
intenso merece una pizquita de dolor y sufrimiento.
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