lunes, 24 de septiembre de 2018

Capítulo II: De la magia a través de las ventanas

            Denisse observó cómo Ian descansaba. Estaba tumbado con sus manos aferradas a las mantas y con su pecho moviéndose al ritmo de pausadas respiraciones. Derrochaba paz; un tipo de tranquilidad que se le antojó como algo ajeno. Se preguntó si su modo de dormir, cuando entraba en suspensión o se quedaba sin batería, era el mismo que el del pequeño. Probablemente no, dictaminó. Ella lo veía todo negro, no había ideas o conceptos que confluyeran dentro de sí como ocurría con los humanos. Su manera de dormir era más cercana a la muerte que al descanso.

          Quisiera haberse sentido triste o haber experimentado aquella emoción de anhelo que era amarga pero en ocasiones se producía por recordar un pasado bonito. Sí, Denisse supo que le gustaría experimentar más cosas además del zumbido del ventilador de su pecho o el flujo de corriente del líquido de refrigeración. Quizá era por su sistema de aprendizaje; el más innovador, el más moderno.

            Estaba un tanto cansada; el pequeño no se había dado cuenta de que en la primera carga debía de estar veinticuatro horas cargando. Se alejó de la cama, después le regaló una última mirada a Ian. Fue hacia el comedor para conectarse a la luz. El ventilador de su pecho vibró; se sintió bien. Alimentarse era sentir un torrente cálido a través de sus circuitos hasta terminar borracha de tanta luz.

          Se sentó en el sofá cercano al enchufe. Dejó que su mirada vagara por la ventana, que estaba justamente a espaldas del sofá: se movió a través del paisaje nocturno y, con él, descubrió la nueva afición que tendría todas las noches. La calle estaba vacía, iluminada por una serie de farolas que emitían un halo amarillento. Sobre la acera había un montón de suciedad: papeles de plástico, trozos de cartón y otros desperdicios que la androide no supo identificar. El servicio de limpieza aún no había llegado. Habían desaparecido las papeleras, dado que la gente se olvidaba de usarlas. ¿Para qué esforzarse en tirar las cosas ahí cuando existían robots que las recogían si estaban en el suelo?

            Los edificios eran de tonos grisáceos, con la mayoría de fachadas ennegrecidas. Quizá aquella fue la razón por la que se pintaban de gris; para que se notara menos la polución. Esconder lo evidente era más fructífero que reconocerlo. Hubo un edificio que llamó la atención de Denisse; era amarillo pálido y destacaba sobremanera en aquella manada de casas monocromáticas. Bajo su ventana se resguardaba entre trozos de cartón un vagabundo. Era un tipo con la barba descuidada; a juego con su cabello donde, en algunas zonas, despuntaban motas blancas como si fuera la nieve en la corona de una montaña. Sus ojos estaban fijos en el horizonte y en sus extremos podían intuirse unas arrugas, al igual que en los bordes de sus labios. Denisse supo nada más las vio que eran propias de las personas que sonreían mucho.

            El ambiente de la calle parecía frío. Se atinaba a ver cómo el rocío de madrugada se había vuelto hielo en los coches aparcados, en las zonas inferiores de los postes, en los pomos de las puertas… La escarcha relucía en ellos reflejando el brillo de las farolas de manera hipnótica.

            Había algo bajo los cartones del vagabundo que llamó su atención. Era un perro de metal, un tanto oxidado, con los ojos brillantes por sus leds naranjas. Parecía algo viejo y, por la forma en la que oscilaba reclamando la atención del vagabundo, Denisse tuvo la sensación de que el trato que compartían era cercano al cariño. Debajo de la panza del animal había un radiador, que probablemente emitiría calor al hombre, aunque en su cabeza encontró algo todavía más llamativo. Aquella mascota robótica tenía un tocadiscos, que el vagabundo activó de un tirón seco en sus orejas.

          Sonó una canción suave que Denisse no reconoció y, tras ella, despuntó el vibrar de un desafinado acordeón. La melodía, a pesar de sonar floja, tenía algo que hizo a la androide sentirse diferente. Era un vals; algo lento e interpretado con ternura. Aquella canción, llevada a manos del vagabundo y su mascota como una solución al frío, tenía la capacidad de transportarla a un lugar lejano de la necesidad o el dolor. El frío era algo innato en la ciudad. Las calles estaban frías, y los edificios, y probablemente las personas. Pero, aun así, cuando escuchaba aquellas notas las cosas se sentían calentitas. Denisse sonrió al vagabundo a través de la ventana con su tirón de labios forzado.

            —Pensaba que te habías ido —escuchó una voz a sus espaldas. Era Ian que al despertarse y no encontrarla en su habitación había acudido en su busca.

            —Estoy cargando mi batería —musitó con los ojos cerrados, todavía en éxtasis por la canción que sonaba de fondo.

            —¿Qué haces? —quiso saber Ian, curioso. Denisse, en respuesta, hizo una seña al pequeño para que se sentara a su lado en el sofá. —Tengo frío.

            —¿Lo escuchas? —inquirió Denisse—. Cierra los ojos, ¿oyes la melodía?

            Ian arrugó la nariz y obedeció. Se concentró en el sonido del aire, que zumbaba por las calles como si estuviera silbando, y en la forma en la que una farola se encendía y apagaba. Tomó aire con lentitud, mientras sus oídos se acoplaban a algo nuevo. Oyó como una extraña canción acariciaba con timidez sus tímpanos. Bonita, pensó, era muy bonita. Tomó la mano de Denisse para tratar de transmitirle que estaban en la misma onda. Fue entonces cuando la androide lo miró a los ojos e Ian encontró un cariño que nunca había experimentado antes.

            Sus pupilas eran moradas y, bajo ellas, había un led azul que saludaba a Ian encendiéndose y apagándose como las farolas. Aquello era algo que no había visto cuando la encendió. Ian sonrió y abrazó el cuerpo menos frío de Denisse, que empezó a tararear la misma melodía que seguía sonando solo para ellos.

            —¿Me cuentas un cuento? —pidió el pequeño. Denisse se quedó pensativa; no se esperaba aquella petición por parte del chiquillo y tampoco estaba del todo segura de poder cumplirla. Fijó su vista, de nuevo, en el paisaje nocturno de la ciudad, luego contestó:

            —Está bien. Voy a contarte el cuento de una mujer que era vagabundo.

            Empezó con un érase una vez, como sabía que era habitual. Le habló de una mujer vagabundo que dormía en las calles y que llevaba puesto un disfraz hecho de harapos azules. «¿Cómo era de azul?», le preguntó Ian, que quería saber más información sobre los personajes. Le gustaba imaginárselos como si fueran reales; como si tuviera en su cabeza una fotografía de ellos. Denisse le contestó: «Azul celeste, ¿sabes cómo es? —Hizo una pausa. —Es el color del agua limpia en las piscinas. Es un azul claro pero intenso. Como el de nuestro cielo, pero más vivo. Como el de nuestra playa, pero más puro». Ian no terminaba de imaginarse aquel azul, quizá porque era un color que no se encontraba muy a menudo en la ciudad.

            Después de detallar los harapos de la mendiga uno a uno, Denisse habló de cosas que la hacían mágica. Pensó que la mendiga inventada era parecida al mendigo que vio en la calle. Personas con magia como en los cuentos; personas que hacían que la vida real fuera un cuento. Y le dijo a Ian «La mendiga pedía algo que no era dinero, pero la gente que paseaba y le lanzaba limosna no lo sabía». Entonces fue cuando llegó una chica diferente que vio a la mendiga y se dio cuenta de su magia. «¿Y cómo alguien puede ver la magia de las cosas?» quiso saber Ian, emocionado. Su mirada, ausente por evocar el mundo imaginario que hilaba Denisse para él, reflejaba los destellos amarillos de la luz de la calle. «Porque son especiales, distintas —improvisó Denisse—. No todo el mundo puede ver la magia». Y el pequeño le contestó, inspirado: «La magia es como el frío».

            La androide, conmocionada por aquellas palabras, se quedó callada. ¿Como el frío? Era una ocurrencia extraña de un niño; no debería de tener demasiado sentido. Pero aun así, sí que lo tenía. La magia era como el frío que azotaba la ciudad y poca gente se daba cuenta. Denisse vio el frío en el mendigo y tuvo consciencia de él en sus circuitos. E Ian también lo veía. La magia estaba en aquellos que peleaban contra el hielo.

         —¿Y cómo continúa el cuento? —inquirió Ian. Denisse, en respuesta, tomó la mano del pequeño y la llevó a que se cubriera los ojos. —¿Por qué me tapas?
            —Vamos a contar hasta tres y, entonces, te destapas. Ya verás.

            «Uno, dos… ¡Tres!». Ian se destapó, ansioso, y clavó su vista en el techo. Denisse estaba a su lado, quieta, con su rostro inclinado hacia arriba. Su cabeza emitía una vibración suave y sus ojos habían cambiado. No existía ni la pupila ni el iris, solo una luz blanquecina que enfocaba al techo del cuarto y regalaba a Ian una imagen que iba a atesorar para siempre en su memoria. Estaba la mendiga, primero pidiendo aquella limosna que no era dinero. Ian vio su ropa de disfraz, donde distinguió el azul celeste. Entonces supo que se había convertido en su color favorito. Sin lugar a dudas era más brillante que el de las piscinas limpias.

            Después apareció en escena la chica diferente que veía la magia y el frío. Ayudó a la mendiga a levantarse y le susurró un te quiero en el oído. Fue entonces cuando la mendiga cambió y sus harapos celestes se redescubrieron como alas. Magia, la mendiga había perdido la magia, y aquella joven especial se la había devuelto. Luego vino una sucesión de imágenes de la mendiga sobrevolando la ciudad y convirtiendo los tonos grisáceos y sucios en algo distinto.

            —Ella tenía frío, ¿cierto? Fue una superviviente de tu Reino helado, Denisse: por eso me lo enseñas —espetó Ian, atolondrado. Hablaba ausente, incapaz de apartar la vista de aquella preciosa recreación—. Ya no tengo tanto frío, Denisse. Antes tenía frío; ahora tengo menos frío.


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