Una de las cosas que menos triste hacían sentir a
Shasha era el señor Oso. Lo consideraba su mejor amigo porque, desde el
primer día que lo cosió con mamá, estuvo a su lado haciéndole compañía.
Además, había sido creado para eso. Su deber era ser un caballero
andante de felpa sin armadura. Las armaduras tenían poco estilo porque
pesaban mucho y combinaban mal con las faldas y a Shasha le encantaban
las faldas llenas de volantes de color rosa. Así que el señor Oso no
tenía armadura, pero sí lacito. Alguna que otra vez Shasha cogía sus
cintas para el pelo y se las ataba en el cuello. Las que más les
gustaban al señor Oso eran de color malva o violeta, porque combinaban
mejor con sus botones.
El día que Shasha fabricó al señor Oso con mamá llovía. Lo habían tomado como
una forma de entretenerse porque no podían salir a la calle y les daban
miedo los truenos. Carla, la mamá de Shasha, se sobresaltaba cada vez
que se iluminaba el cielo. Luego esperaba el estruendo que le seguía con
los dientes apretados mientas miraba hacia un punto muerto. Dentro de
su cabeza se decía a sí misma que era estúpido estar asustada pero el
pánico, como la mayoría de emociones, era algo irracional.
Carla tenía una máquina de coser que heredó de la abuela de Shasha y
bastantes utensilios de costura. La abuela se la dejó en herencia con la
esperanza de que en algún momento de su vida aquello le gustaría pero,
como ocurría con las emociones, tampoco podían escogerse los gustos. Así
que Carla odiaba coser. Era pésima y desganada, aunque nunca lo
admitiría en voz alta. «Podríamos hacerte un peluche, ¿quieres?». En
respuesta Shasha la miró con los ojos entreabiertos por la sorpresa; lo
cierto era que ni siquiera ella, con ocho años, se esperaba que su mamá
hiciera algo útil con las telas. Asintió un tanto insegura porque,
aunque mamá no disfrutara de coser, le gustaba compartir tiempo con
ella.
Sacaron la felpa de unos cojines
viejos y la tela de una chaqueta marrón que mamá odiaba de papá porque
estaba muy gastada y era, según le dijo, muy fea. Eso a Shasha la
ofendió un poco, porque no quería que el señor Oso fuera feo; lo quería
con estilo. Las proporciones del patrón salieron horrendas, como era de
esperar: el triste peluche terminó con la cabeza más grande que su
cuerpecito. El pobre señor Oso tenía que hacer malabarismos para caminar
sin caerse. Cuando Shasha lo tocaba, con la inseguridad de romper las
pocas costuras que le hizo Carla, se sorprendió que lo suave y blandito
que era.
Los ojos del señor Oso
también estaban desproporcionados. Al principio Carla pensó que lo ideal
sería hacerlos en un bordado, pero Shasha la instó a que le pusiera
botones para que se pareciera al monstruo de Coraline. El
problema fue que no tenían dos botones iguales y, como consecuencia, el
señor Oso tuvo un ojo más grande que el otro. Shasha se rio, porque
aquella expresión facial de peluche le recordó a cuando papá alzaba una
ceja. Papá alzaba una ceja, luego le hacía cosquillas. A veces también
alzaba una ceja cuando le había escondido dulces o preparado tortitas de
desayuno. El señor Oso era como papá, pero de felpa.
Cuando Carla terminó de coser con la ayuda de su hija, pensó en que lo
mejor sería desecharlo. Era un peluche desproporcionado, con las
costuras mal hechas y las patitas demasiado enanas. Pero los ojos de
Shasha brillaban con la ilusión de haber encontrado a su mejor amigo.
Corrió a su habitación para sacar su lazo favorito. Se lo ató al
peluche, después corrió con él entre sus brazos hacia el cuarto de baño.
Abrió el grifo para salpicarlo en lo que para ella fue su bautismo.
Solemne, de rodillas, miró hacia mamá con una sonrisa que era tan grande
que parecía etérea. «Me encanta; será mi mejor amigo —emitió un
suspiro—. Creo que ahora me gustan más los días de lluvia».
Dibujo realizado por David Ahufinger. |
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